Las veces que he leído a Cervantes y el Quijote ha escrito en mí

Ilustración realizada por Gustave Doré, de libre uso.

Recuerdos de un adolescente

La primera vez que leí Don Quijote de la Mancha no fue una lectura completa de la novela. Apenas puse atención en los pocos capítulos que una profesora de literatura pidió que leyéramos antes de desarrollar un tema más del curso de literatura española. Por entonces, yo era un adolescente y me gustaba tanto leer como bailar y hacer deportes en un lugar del Oriente cubano de cuyo nombre siempre quiero acordarme: la Escuela Vocacional José Martí, en la ciudad de Holguín.

Era la década del ochenta del siglo pasado. Y lo más importante de aquella experiencia no fue el resultado estricto de la lectura, sino todo lo que aprendí de los criterios de aquella profesora. Elsa, Esther, Elisa… por desgracia su nombre se perdió entre tantos olvidos. Sí continúa vigente, incluso ahora como profesor muchas veces comento en clase la anécdota, cómo ella me hizo entender que si quería escribir poesía tenía que dominar la lengua, que no basta con las buenas ideas para intentar ser creador y creativo; pues la lengua, cuando no la tenemos a favor, está en contra de nuestras necesidades expresivas.

Fue esa profesora quien en sus clases nos hizo comprender –además de todos los temas del programa, por supuesto– lo más atractivo que en aquella época me acercó al más grande narrador en lengua española de todos los tiempos: Miguel de Cervantes dio muestras de dominar la lengua y de expresarse con ella y en ella como quiso y pudo. Por eso probó la variedad de su escritura en varios géneros: poesía, teatro, novelas. Y como hombre de su época y de la España de entonces fue también soldado, padre de familia, tuvo trabajos diversos, conoció más de una vez la cárcel, el elogio, los fracasos, las esperanzas… También, en cada etapa de su intensa biografía, fue escritor o vivió para tener fundamentos y experiencias como escritor. Y como escritor y como gran escritor sabía que la literatura es ante todo un hecho de vitalidad humana y lingüística; esa conmoción que cuando uno lee sus sonetos, sus entremeses, sus novelas cortas o ejemplares y, sobre todo, Don Quijote de la Mancha comprende, disfruta, saborea ese gracejo de la lengua española en su salsa del Siglo de Oro y, en su estilo, para siempre universal.

Recuerdos de un soldado

La segunda vez que leí las aventuras del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha ya era un joven de veinte y pocos años. Me había graduado en la Escuela Nacional de Instructores de Arte de Cuba y, luego de varios meses trabajando como profesor de Historia del Teatro Universal en otra escuela de arte, fui reclutado como soldado por el Servicio Militar Obligatorio.

Era la Cuba de los años noventa. Y cuando llegué a la unidad militar, antes de ponerme un caluroso uniforme verde olivo, tuve que pasar, también a la fuerza, por las tijeras de una barbería, donde otro militar rápidamente me dejó sin melena y con una navaja afeitó mi barba sin chistar. Luego, también a la fuerza, durante semanas y días de largos meses fui otro hombre más de una escuadra, un pelotón y un regimiento militar.

Manchando, disparando, explorando por ríos y campos iba con otros soldados y oficiales.

Y, en medio de tantos esfuerzos y riesgos de los entrenamientos, tenía un refugio, un aliento de dignidad elegida y sosiego: en la mochila donde sólo debía cargar la careta antigás, balas y otros avituallamientos militares, también llevaba una edición del Quijote.

Era una edición en dos tomos, como en dos libros fue publicada la novela por Cervantes. Y allí, y así, otra vez me encontré con las aventuras de Alonso Quijano y su amigo de andanzas Sancho Panza.

Ahora, mientras escribo estas líneas, me parece un recuerdo de otra vida ajena los rastros claros de aquellos mediodías, donde después de almorzar en cinco minutos una porción misérrima de arroz y algo más parecido a la nada, salíamos del comedor marchando, como mismo habíamos entrado, y marchando bajo el sol llegábamos al frente de un bosque de pinos. Allí, finalmente, el sargento o el teniente a cargo decía ¡Alto! ¡Rompan fila! ¡Descansen! Entonces cada uno corría y buscaba un pedazo de sombra donde descansar un rato. Hasta que otra vez el sargento o el teniente gritaba y teníamos que volver a marchar.

De manera que mi segunda y más profunda lectura de Don Quijote de la Mancha fue en un ambiente hostil, muy diferente a mis expectativas, un lugar nocivo para mi proyecto de vida como artista libre y libre pensador. Sin embargo, en aquellas páginas encontré una aventura y una utopía que, a mi modo y en mi realidad, yo también, además de leerlas, podía emularlas, continuarlas si seguía curando con palabras bien escritas las ampollas de mis pies, el hedor de la ropa sucia, el ardor de los rasguños que la hierba y la maleza dejan cuando uno se arrastra o corre con un fusil. De día. De noche. Dentro de un tiempo sin tiempo para ser la persona y el escritor que ya quería ser.

Fue precisamente en aquellos descansos en aquel pinar donde comprendí de otro modo el humanismo de los personajes creados por Cervantes para esta novela. Y cómo, desde el primer párrafo, él supo dejarnos una lección de estilo eficaz y poderosa sencillez; pues nos dice que en un lugar de la Mancha ocurre la novela, pero también nos dice que no quiere acordarse del nombre preciso de ese lugar o terruño. De manera que dice y no dice, muestra y oculta lo necesario, esa cantidad hechizada que hace a la literatura un arte; y al lenguaje, como capacidad de expresión, el cimiento de la lengua enriquecida del hecho literario.

Después, también con pocas líneas, Cervantes describe al personaje de Alonso Quijano, diciéndonos cómo es físicamente, cómo vive, cuál es su rutina… En fin, la ficción se pinta sola como la más llana verdad. Y ya está en marcha esa maquinaria de engranaje y música muy sutiles que nos atrapa: la seducción. Porque Cervantes, como todo gran escritor, era un gran seductor escribiendo. Y esa seducción de leerlo, allí, encerrado en una unidad militar, siendo soldado a la fuerza por dos años de mi vida, me salvaron de la locura, del rencor, de la rabia. Todo eso que sentía, pero que comencé a superarlo mientras escribía en los márgenes de aquella edición del Quijote los primeros versos de la primera versión de “Réquiem”; poema con que cerré el primer libro de poesía que publiqué cuando otra vez pude dejarme crecer el pelo y la barba.

Y escribí; escribí y leí sin obedecer a nadie.

La tercera no siempre es la vencida

La tercera, la cuarta y todas las veces que he vuelto a releer a Cervantes y a Don Quijote de la Mancha el motivo ha sido el mismo: la añoranza. Es decir, si es que se puede explicar, he vuelto a leer a este autor y su libro más conocido porque añoro a veces reencontrarme con sus personajes o traerlos a dialogar con el presente continuo por donde trascurre mi vida. También porque como profesor de redacción de tantos años uno sabe que hay autores que enamoran. No a multitudes, como un roquero famoso. No, enamoran si se los presenta en la cantidad y del modo justo y proporcional para lo que puede apreciar el lector potencial que está delante. Ese lector que todavía no sabe qué le espera, tampoco imagina cuánto de sí cambiará en la medida que interactúe con esas páginas.

Eso que, en alguna medida, pero siempre como una experiencia personal intransferible, experimenté cuando aquella profesora de literatura… Elsa, Esther, Elisa… juro que quisiera, pero no recuerdo ya su nombre, nos dijo: “¿Saben por qué a Cervantes le decían el manco de Lepanto?” Y sin darnos mucho tiempo a pensar, empezó a contarnos que manco no era, sino que en verdad había quedado con esa mano tullida por una herida que recibió en la batalla de Lepanto; y que luego fue preso y cumplió sentencia en Argel hasta que logró salir de la cárcel porque…

También por eso releo y a veces enseño en mis clases a través de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616). Porque siempre se puede leer la vida y la gran novela de la vida en su vida y en sus obras. Eso, eso que me he propuesto también vivir y escribir, hasta las últimas consecuencias. Como mi libertad más íntima e inalienable.

Miembro de:

  • Logo de HEVGA
  • Logo de Cumulus
  • Logo de Felafacs
  • Logo de IAB