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El caso Feldman detrás de la cinta amarilla

29/12/2011

La periodista Camila Pírez investigó “El caso Feldman” para su tesis de grado; presenció el hecho y narró el operativo. Aquí, algunos fragmentos.

Abstract

El 30 de octubre de 2009, un incendio en el barrio Aires Puros dejó al descubierto un inmenso arsenal que alertó a varias unidades policiales y del Ejército. El propietario de la vivienda, fue identificado como Saúl Feldman, residente en el balneario Shangrilá. Hasta allí se dirigió un equipo de Inteligencia. Feldman opuso resistencia y mató a un oficial.

El 1º de noviembre de ese año y luego de un intenso enfrentamiento con la policía, Feldman murió. Su historia, hasta entonces desconocida, fue primera plana de todos los diarios y las imágenes de los efectivos ingresando a su finca recorrieron el país entero.

¿Qué hacía un hombre con tantas armas? ¿Era narco o terrorista? ¿Cómo no lo descubrieron antes? Luego de un año de investigación, la Justicia archivó el caso y varias cuestiones quedaron pendientes.

La sociedad uruguaya quedó perpleja ante un hecho sin precedentes pero fueron muchos los que, al cabo de un tiempo, se olvidaron del tema.

Hoy, el expediente judicial y las palabras de algunos involucrados intentan responder a varias de las interrogantes, indagando en los cómo y en los por qué que nos permiten reconstruir la historia que ni el mejor de los guionistas pudo imaginar y que como periodista me tocó vivir.

El hombre del arsenal

“Se llama Saúl Feldman, es economista y tiene cáncer terminal de intestino. Seis y media empieza el operativo. Vos quedate por acá que yo me voy a poner del otro lado con el auto”, me dijo Fernando apenas llegué a Shangrilá.

Él, que cubría el asunto desde la medianoche, terminó la recorrida para que no nos vieran, esperó que yo anotara todo en la libreta y nos separamos. Todavía era de madrugada y apenas se divisaba el predio.

La noche anterior volvía en un ómnibus de Las Piedras cuando recibí una llamada telefónica. Era del canal. La orden era clara y sin derecho a réplica. “Mañana entrás a las cinco y te vas para Shangrilá. Es por el hombre que tiene un arsenal, mañana lo saca la Policía y el gerente dijo que vayas vos”.

“¿Qué?”, fue lo único que atiné a responder. Mi guardia empezaba a las nueve, no a las cinco. Del otro lado, la orden seguía firme y con ganas de colgar. “El chofer te pasa a buscar y de ahí pasan por lo del cámara. Nos vemos. Chau”.

Cuando corté no había nada que explicar. Enojada y confundida, miré las fotocopias que traía en la mochila y supuse que el parcial del lunes ya no tenía mucho sentido. A la vuelta estudiaría algo.

“¿Cuál es la casa?”, le pregunté a Fernando antes que se fuera. “Esa”, dijo mientras señalaba a la distancia. La de ladrillo atrás del árbol. Él había llegado temprano y se había quedado toda la noche. Dos policías que esperaban dentro de un auto le pasaron algunos datos y le dijeron que, durante la noche, el hombre había corrido muebles y que se sentían voces.

Martín, mi compañero, armó la cámara, colocó el trípode apuntando hacia la casa y empezó a grabar. Algunos fotógrafos se sumaron a la línea permitida y esperaron para empezar a trabajar. Todavía era de noche y no se escuchaba ni una sola voz. Al cabo de casi una hora, dos oficiales se acercaron al grupo. Se los veía nerviosos y a uno se le cayó el arma justo delante de mis pies.

“A las seis y media empezamos”, nos dijeron mientras terminaban de colocarse los chalecos antibalas. “¿Y nosotros?”, pregunté asustada. “Acá no les va a pasar nada. Cualquier cosa, se tiran atrás de los autos”, dijo uno de los oficiales.

“Perfecto”, pensé. “Acá alguno la va a quedar”. ¿Pero qué iba a hacer? Agarré la libreta, miré el reloj y me acerqué a una colega. Por lo menos no estaba sola. A unos metros alguien dijo “1, 2, 3 ¡Boom!”, y me reí, pero no terminé de volver la vista cuando el “boom” verdadero sacudió a medio Shangrilá. El grupo GEO había derribado la entrada de la casa.

“¡A la mierda!”, pensé. “Esto no es joda”. El sol había empezado a salir y nos quedaban casi dos horas de tiros y fuego cruzado. Feldman no se iba a rendir y la policía, esta vez, tenía que actuar.

Viviendo con el enemigo

Aires Puros parece una zona tranquila. Compuesta mayoritariamente por casas y edificios bajos, alberga las características de un típico barrio montevideano. La vivienda que frecuentaba Feldman es pequeña y para nada llamativa. Revestida con piedra laja y con un parrillero en el patio de atrás, da la impresión de casa de balneario.

A pesar del tiempo transcurrido, su vecino permanece sorprendido. Jubilado y padre de tres hijas, se mudó al barrio por el año 80. De esa época recuerda que en la casa donde fue hallado el arsenal vivía Graciela Bascou. “Una mujer muy introvertida que llevaba una vida rara”, cuenta Ricaud. “Vivía sola -agrega- hasta que un día empezó a frecuentarla un hombre. Al principio pensamos que era algún familiar. Venía una o dos veces por semana”.

Una sola vez Ricaud se acercó a hablarle. Recuerda que era alto, mayor y que usaba boina. Estaban entrando a robar nísperos, por lo que le recomendó que estuviera atento. A los pocos días, Feldman enrejó la casa y es de suponer que no eran los nísperos lo que le preocupaban.

“Yo le decía ‘el brujo’”, recuerda la vecina del otro lado de la vivienda. “Ella era bruja y le pasó la casa a él. Yo pensaba, ‘qué raro, una casa para que viva el perro’. Supuse que tendría plata”.

Según mencionan ambos, Feldman venía de tardecita hasta la medianoche. “Tenía muchos perros y los traía en el auto”, menciona Ricaud.

Con el tiempo Graciela se fue. Dijo que tenía que cuidar a su madre y nunca más volvió. Feldman, en cambio, continuó frecuentando la casa y, según el vecino, de forma más seguida. Además no venía solo. “La rubia vino los dos últimos años”, menciona Ricaud. “La tarde anterior estuvo sola”.

“Debía ser hermana de Graciela (Bascou)”, agrega Cristina. “Tenía la misma cara, eran iguales”.

Las primeras horas en Aires Puros

Los hechos comenzaron el viernes. Cerca de las once y media de la noche, los vecinos de la casa ubicada en la calle Elba 4210 en el barrio de Aires Puros sintieron una explosión y salieron a ver qué pasaba.

Héctor Ricaud, vecino desde hace más de 30 años, vio que salía fuego de una de las ventanas de al lado. Avisó a la policía y se puso en acción.

“El día del incendio yo tiraba agua con una manguera y otros vecinos se acercaron. Sentimos como una explosión y después un fogonazo. No había nadie en la casa”, alcanzó a recordar.

En esos momentos, y según expresa el informe del fiscal, la Mesa Central de Operaciones ordenó la concurrencia al lugar del móvil 12 de la Seccional 12ª e inmediatamente convocó al destacamento Casavalle de la Dirección Nacional de Bomberos.

Siete minutos después, un camión cisterna y una camioneta arribaron al lugar. Los bomberos Fleitas, Prieto, Bandeira y Barraco comenzaron a hacerse cargo de la situación, acompañados por el sargento Barolín y el comisario Roberto Bentos.

Una vez allí, “el personal constató que se estaba produciendo un incendio en el interior de la vivienda y que éste afectaba al mobiliario de la misma. Es por ello que se procedió primero a violentar las rejas perimetrales de la casa y una vez hecho, a derribar la puerta principal de la finca e ingresar a la misma para sofocación del fuego”, según se lee en el expediente judicial.

En el proceso, una de las paredes de la casa se derrumbó. El arquitecto Fermín Aribillaga de la Intendencia de Montevideo llegó al lugar y constató que existía peligro de colapso, ordenando su clausura y su posterior apuntalamiento.

A las tres de la mañana, y luego de cuatro horas y veinte minutos de trabajo, los bomberos controlaron el fuego y entregaron la casa al comisario Di Lorenzo de la Seccional 12. Primer error. A esa hora nadie hablaba del arsenal.

Del otro lado de la cinta amarilla

De afuera solo podíamos imaginar lo que sucedía. Habían pasado unos pocos minutos desde la primera explosión y las balas no paraban de sonar. Las de la policía sonaban finito, pero las de Feldman eran como bombazos.

Una colega me hizo una seña y nos arrimamos a una camioneta de la policía. Al principio supuse que de allí veríamos mejor o que quizás estaríamos más cómodas. Al cabo de unos segundos la respuesta fue clara. En la camioneta estaba la radio policial. “Corten la luz y el agua de la manzana”, escuchamos desde adentro. “¿Recién ahora?”, exclamé sorprendida. “Son las siete y cuarenta de la mañana”.

Nos quedamos pegadas a la camioneta esperando escuchar algo más. Quince minutos después los oficiales del GEO, todos con sus uniformes negros y sus escudos, tomaron posición en filas de a dos, uno detrás del otro, y comenzaron a ingresar al predio.

Afuera, un camión del GEO y dos ambulancias aguardaban en las esquinas por algún herido y el primero no tardó en llegar. “¡Una ambulancia!”, gritaron desde adentro, y el sonido se hizo eco en varios oficiales que, desesperados, le daban paso a los enfermeros. “¡A uno le dieron un tiro!”, se escuchó entre los fotógrafos.

La ambulancia entró y se llevó al primer oficial herido. Era el agente Henry Gutiérrez. Los primeros disparos de Feldman le habían dado en el escudo, pero uno impactó en su tibia izquierda, lo que hizo que cayera y fuera retirado por sus compañeros. Eso es lo que menciona el expediente. En ese entonces, solo tenía anotado que había un herido y que se lo llevaban al Hospital Policial.

Apenas terminamos de confirmar el dato entre los oficiales que se movían asustados, cuando nuevamente los gritos alertaron sobre otro policía herido y el asunto se empezó a complicar.

¿A dónde me habían mandado? ¿Quién era Feldman que él solo podía hacer frente a todo un operativo del GEO y que en menos de diez minutos había herido a dos oficiales?

Los vecinos no salían de su asombro y cada vez eran más los que se arrimaban tras la cinta amarilla para ver qué pasaba. Los disparos era una constante y a esa altura no parecía posible que Feldman saliera vivo del enfrentamiento. Dos horas antes, las palabras de los oficiales habían sido contundentes: “Este sale con las patas para adelante”.

Adentro, el GEO luchaba incansablemente con un hombre del que solo sabíamos unos pocos datos. Afuera, el estado del tiempo no ayudaba mucho y las primeras gotas de lluvia empezaban a complicar aún más la jornada.

Los otros canales sacaron las fundas para cubrir las cámaras y siguieron trabajando. Nosotros, más improvisados, cortamos una bolsa de supermercado y se la colocamos lo más dignamente posible. A Martín no pareció importarle demasiado, y después de rezongar un poco, enfocó de nuevo y siguió grabando. Estaba emocionado y cada tanto me hacía una seña como para decir que tenía todo.

Mientras tanto yo hablaba con los vecinos. Alguna nota tenía que llevar de vuelta. Los oficiales no parecía que fueran a hablar y al juez nos costaba ubicarlo, suponíamos que andaba por la vuelta pero de lejos. “Yo lo veía pasar pero ni idea que tenía tantas armas”, me comentó un hombre bajo que vivía a unas cuadras. “Era bastante huraño”, comentó otra. “No hablaba mucho con la gente”.

Cada tanto volvíamos a la camioneta con la radio policial. Claro que la jugada nos duró poco. Uno de los policías no tardó en avivarse y se acercó al vehículo. Nosotras afinamos el oído y anotamos lo último que alcanzamos a escuchar: “Nos quedamos sin municiones, traigan refuerzos”.

“Lo que faltaba”, le dije a mi colega. “Esto solo pasa acá”. Tomé nuevamente la libreta y anoté el dato. El renglón siguiente traería el final.

“¡Le dimos! ¡Ya está! Se escuchó desde adentro. El sonido estrepitoso de los disparos dio paso al silencio. La bola comenzó a correr hasta que alcanzó a la fila de periodistas. Feldman había muerto luego de casi dos horas de fuego cruzado, explosivos y dos policías heridos. Apoyada contra un árbol hice la última anotación del enfrentamiento. “8:50 lo matan. Entra Técnica.”

(…)

Un llanto entre la multitud

Al mediodía, el cuerpo de Feldman fue retirado en un discreto ataúd de metal en la caja de una camioneta.

Entre los vecinos que se acercaban al lugar, una mujer lloraba desconsoladamente.

Me acerqué y una de las mujeres que la acompañaban me dijo que era Wendy, la empleada de Feldman, pero que no hablara con ella, que estaba muy conmocionada. Le hice un gesto al cámara que comenzaba a acercarse, para que se quedara donde estaba.

La mujer no dejaba de llorar pero quería hablar. Me presenté y le pregunté si había visto algo. En seguida empezó a hablar. Me dijo que ella iba todos los jueves pero que nunca había visto un arma. Que él era muy bueno y que no entendía cómo podía pasar una cosa así. Insistí.

-¿Nunca vio nada extraño?

-Sí -dijo ella-, en la casa tiene como un ropero de metal. Lo descubrí una vez mientras limpiaba. Está tapado con la madera y se abre tirando de unas pelotitas en el piso. Yo pensé que era una caja fuerte grande.

La mujer la tomó del brazo y se la llevó. ¡Mierda!, pensé yo. ¡Por qué no tengo la cámara!

Al final de la jornada no había mucho por hacer. Después de Técnica, la Guardia de Explosivos debía asegurarse que no había ningún riesgo dentro de la finca. De una camioneta blanca sacaron al pequeño robot que hace las inspecciones y pidieron que los camarógrafos y los periodistas nos retiráramos aún más del predio.

¿Cómo se llama el robot?, le pregunto a los colegas. “Ni idea”, me respondieron. Ante nuestra curiosidad y la de los vecinos, el extraño personaje fue bajado del vehículo y, comandado por uno de los agentes, comenzó a desplazarse derechito por el sendero hacia el interior de la casa.

Mientras esperábamos, algunos se pusieron a comer unas milanesas sentados en el pasto mojado. Martín me preguntó si quería algo pero le dije que no. Fue hasta el auto y trajo un par de manzanas. Al segundo ofrecimiento, acepté. Era raro almorzar a unos metros de dónde, hacía apenas unas horas, habían matado a dos hombres, pero bueno, supongo que era parte del operativo.

¡Cuerpo a tierra!, escuchamos de golpe. Todos reaccionamos sorprendidos. Creí que jamás en mi vida iba a tener que responder a una frase como esa pero efectivamente, al mirar a mi alrededor, todos estaban en el piso, incluyendo las milanesas.

Al cabo de unos segundos, solo se trataba de una falsa alarma. Los técnicos retomaron el trabajo y de a poco los periodistas se fueron yendo. Del canal había recibido un par de llamados. Al mediodía había pasado algunos detalles del operativo y de la muerte de Feldman, después simplemente nos manteníamos al tanto de lo que iba sucediendo.

A eso de las cuatro, una nueva llamada me dijo que podía volver tranquila. Le avisé a Martín, saludamos a los colegas y nos subimos al auto. No sé qué aspecto tenía cuando llegué, pero la cara del coordinador parecía de lástima. Despeinada, mojada y con barro hasta las rodillas, me dijo que me metiera en una de las islas de edición, escribiera todo lo que me acordaba y me fuera a dormir. Para un solo día ya había sido demasiado.

Este texto forma parte de la tesis de grado de Camila Pírez, titulada “El caso Feldman”. Pírez obtuvo su título como Licenciada en Comunicación Periodística con la aprobación de esta tesis, presentada en setiembre de 2011. Se puede acceder al texto completo en la Biblioteca Centro de la Universidad ORT Uruguay.